Frutos


Mi padre me enseñó
a comer ciruelas.
Admiraba su destreza
al degustar la fruta
y su alta presencia.

Me enseñó
a morder sutil
su pellejo oscurecido
y sorber su carne roja.

Me enseñó con esmero
y aprendí
a chupar hasta el hueso
toda su pulpa.

Me animó a saborear
su ácida dulzura
y a escarbar en su aroma
de siesta de verano,
a mancharme los labios
y las manos
del néctar de los días.

Mi padre me guio
en el dulce aprendizaje
de saber gustar
la vida.

Ahora hay un recuerdo
imborrable a ciruelas
en la caída roja
de la tarde de estío.


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